Son muchos los males que aquejan a los mexicanos. Reconocerlos es una de las condiciones para superarlos. Estos son algunos de los más notorios:
No sabemos trabajar en equipo. Nuestros logros en el deporte, en la cultura o en la ciencia son, siempre (o casi) individuales: Lorena Ochoa en el golf, Ana Guevara en las carreras, Julio César Chávez en el box… En equipo, fracasamos.
Otro rasgo muy propio es la inmadurez. “Los mexicanos —decía la abuela de mi amiga Susana— somos como niños, jugamos hoy sin importarnos el mañana”. Vivimos de prestado, damos el tarjetazo para comprar bienes superfluos y abonamos sólo el mínimo mensual, así terminamos pagando créditos usureros y al borde de la quiebra. Y como suelen hacer los niños, transferimos nuestra responsabilidad a los demás, siempre son “los otros” los culpables de nuestros males: el gobierno, los empresarios, nuestros competidores, los españoles, los gringos…
Somos conformistas. Las frases “ya ni modo” y “ai se va”, expresan esa resignación o valemadrismo que nos lleva a justificar los excesos que se cometen desde el poder, porque sabemos, como decía el papá de los muchachos Bribiesca Sahagún, que si no aprovecharan de la posición de su madre en Los Pinos “serían pendejos”.
Otro de nuestros males es la simulación. Los estudiantes simulan aprender de maestros que simulan enseñar. Los empresarios simulan emprender; muchos de los más prósperos son, en realidad, especuladores; otros, meramente rentistas que buscan ganancias rápidas y fáciles, casi siempre al amparo del poder. En la burocracia abundan los que se justifican diciendo “dizque nos pagan, pos dizque trabajamos”.
No aprendemos de nuestros errores. Nuestro crecimiento urbano, irracional, anárquico, se explica por la ausencia de planeación. La improvisación y la corrupción han definido el ensanchamiento absurdo de poblados y ciudades, la construcción de asentamientos humanos en las márgenes de ríos que se desbordan, en las laderas de montes que se desgajan o sobre minas de arena; y después de las tragedias humanas y materiales, de la pérdida de vidas e infraestructura, vuelven a levantarse viviendas en los mismos sitios, por la irresponsabilidad de los moradores y la corrupción de las autoridades.
Naturalmente, para explicar todo esto y más, nunca han faltado argumentos políticos, sociológicos y de sicología colectiva; razones de índole material indiscutible —pobreza, marginación, explotación— o de carácter sociohistórico, como la impronta de un pasado colonial donde la víctima —una nación, un pueblo, una cultura— termina por asumir como fatalidad ineludible el vasallaje y la sumisión, “normalidad” que por momentos se ve interrumpida por convulsiones de violencia social sin consecuencias.
Alfonso Zárate